quinta-feira, 4 de maio de 2017

La firma, el arte de inventar, el arte de enviar.



Jacques Derrida

Traducción de Mariel Rodés de Clérico y Wellington Neira Blanco en AA. VV., Diseminario. La descontrucción, otro descubrimiento de América, XYZ Editores, Montevideo, 1987, pp. 49-106. Edición digital de Derrida en castellano.


Los inventores, dice Leibniz, “procesan la verdad”, inventan el camino, el método, la técnica, el dispositivo proposicional, dicho de otro modo, instalan e instituyen.

Son los hombres del estatuto tanto como los del camino cuando este se vuelve método. Y eso no sucede nunca sin posibilidad de aplicación reiterada, por lo tanto sin una cierta generalidad. En este sentido el inventor inventa siempre una verdad general, es decir, la conexión de un sujeto a un predicado.

En los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano. Teófilo insiste “...si un inventor no encuentra más que una verdad particular, no es inventor más que a medias. Si Pitágoras solo hubiera observado que el triángulo, cuyos lados son 3, 4, 5, presenta la propiedad de que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma del cuadrado de los lados (es decir que 9 + 16 da 25) ¿habría sido el inventor de esta gran verdad, que comprende a todos los triángulos y que ha pasado como una máxima a todos los geómetras?.” (IV, VIII).

La universalidad, es también la objetividad ideal, por lo tanto la recurrencia ilimitada. Esta recurrencia establecida en la ocurrencia única de la invención es lo que confunde, en cierta medida, la firma de los inventores. El nombre de un individuo o de una singularidad empírica no puede estar allí asociada más que de manera inesencial, extrínseca, accidental. Se debería decir aleatoria, incluso. De ahí el enorme problema del derecho de propiedad de las invenciones a partir del momento en que, de hecho, muy recientemente, ha comenzado a inscribirse, bajo su firma legislativa, en la historia de Occidente, por lo tanto, del mundo. Celebramos también un centenario. Es en 1883 que ha sido firmada la primera gran convención internacional, la convención de París legislando sobre los derechos de propiedad industrial. No ha sido contrafirmada hasta 1964 por la Unión Soviética y está en plena evolución desde la segunda guerra mundial. Su complejidad, el retorcimiento de su casuística tanto como de sus presuposiciones filosóficas, lo hacen un objeto sospechoso apasionante. Desgraciadamente es imposible aquí intentar un análisis minucioso de estos dispositivos jurídicos que, son también, invenciones, convenciones inauguradas por actos performativos. En cuanto al punto en que estamos, retendré sobre todo dos distinciones esenciales que pertenecen a la axiomática de esta legislación; distinción entre el derecho de autor y el certificado, distinción entre la idea científica, el descubrimiento teórico de una verdad y la idea de su explotación industrial. Es solamente en el caso de una explotación de tipo industrial que podemos pretender tal certificado. Y eso supone que la invención literaria o artística cuando un origen o un autor le son asignables, no dan lugar a la explotación industrial; supone también que se debe poder discernir el descubrimiento teórico de los dispositivos técnico‑industriales que puedan continuarlos. Estas distinciones no son solamente difíciles de poner en obra de donde proviene una casuística muy refinada; se autorizan “filosofemas” en general, poco criticados; pero sobre todo, pertenecen a una nueva interpretación de la técnica como técnica industrial. Y es este nuevo régimen de la invención, el que abre la modernidad tecno-científica o tecno-industrial, y del cual tratamos aquí de observar su advenimiento, leyendo a Descartes o a Leibniz.

Firma aleatoria, decía yo hace un momento. Esta palabra no se encontraba ahí por azar. Toda la política moderna de la invención tiende a integrar lo aleatorio a sus cálculos programáticos. Tanto como política de la invención científica que como política de la cultura. Se trata, por otra parte, de soldar las dos, una a otra, y asociarlas las dos a una política industrial de los “certificados”,: lo que a la vez les permitiría apoyar la economía (“salir de la crisis por la cultura” o por la industria cultural) y dejarse mantener por ella. A pesar de la apariencia no contraviene el proyecto leibniziano: se entiende tener en cuenta lo aleatorio, dominándolo e integrándolo como un margen calculable. Concediendo que el azar puede, por azar, servir a la invención de una idea general, Leibniz no reconoce allí la mejor vía:



Es verdad que a menudo un ejemplo, entrevíso por azar, sirve de ocasión a un hombre ingenioso (subrayo) esta palabra con el límite de la genialidad natural y de la astucia técnica) para darse cuenta de buscar la verdad general, pero más que nada es el trabajo de encontrar; aparte que esta vía de invención no es la mejor ni la más empleada por aquellos que proceden por método y por orden, y no se sirven de ella más que en las ocasiones donde mejores métodos resultan limitados. Es así que algunos han creído que Arquímedes encontró la cuadratura de la parábola pesando un trozo de madera tallado parabólicamente y que esta experiencia particular le ha hecho encontrar la verdad general; pero los que conocen la penetración de este gran hombre ven bien que el no tenía necesidad de una tal ayuda. Aun cuando esta vía empírica de las verdades particulares hubiese sido la ocasión de todos los descubrimientos, ella no habría sido suficiente para darlos (...) Por otra parte confieso que hay a menudo diferencia entre el método del cual nos servimos para enseñar las ciencias y aquel que las ha hecho encontrar (. .) A veces (. . .) el azar ha dado ocasión a invenciones. Si hubiésemos observado estas ocasiones y si hubiéramos conservado esa memoria en la posteridad (lo que habría sido muy útil), este detalle habría sido una parte muy considerable de la historia de las artes pero no hubiera sido adecuado para hacer de eso los sistemas. Algunas veces también los inventores han procedido razonablemente a la verdad, pero a través de grandes circuitos”.[xiv]



(Dicho sea entre paréntesis, si un expediente desconstructivo fuera la consecuencia de esta lógica, si lo que ella inventa fuera del orden de las “verdades generales” y del sistema de la ciencia, se debería aplicarle este sistema de distinciones, principalmente entre el azar y el método, el método de la invención y el de la exposición pedagógica. Pero es justamente esta lógica de la invención la que nos conduce a cuestiones desconstructivas. En esta medida incluso las cuestiones y la invención desconstructivas no se someten más a esta lógica o a su axiomática. “Por la palabra por” enseña, describe y performa a la vez.

Continuemos acompañando el pensamiento de Leibniz. Si el azar, la suerte o la ocasión no tienen relación esencial con el sistema de la invención sino solamente con su historia en tanto “historia del arte”, la suerte induce a la invención sólo en la medida en que allí la necesidad se revela, allí se encuentra. El papel del inventor (ingenuo o genial), es precisamente, tener esta suerte. Y para ello, no ha de caer por azar en la verdad, sino de alguna forma, conocer la suerte, saber tener la suerte, reconocer la suerte de la suerte, anticiparla, descifrarla, asirla, inscribirla en el cuadro de lo necesario y hacer así obra con un lance de dados. A la vez mantiene y anula un azar como tal, transfigurando hasta el estatuto de la suerte.

He aquí lo que intentan todas las políticas de la ciencia y de la cultura modernas cuando se esfuerzan -y cómo podrían hacer de otra cosa-, en programar la invención. El margen aleatorio que quieren integrar permanece homogéneo al cálculo, al orden de lo calculable, precede de una cuantificación probabilitaria y radica, se podría decir, en el mismo orden y en el orden de lo mismo. No hay sorpresa absoluta. Es lo que llamaré la invención del mismo. Es toda la invención, o casi. No lo opondré a la invención del otro (por otra parte no le opondré nada), pues la oposición, dialéctica o no, pertenece todavía a este régimen del mismo. La invención del otro no se opone a la invención del mismo, su diferencia indica otra sobrevenida, esta otra invención, con la que soñamos, esa del completamente otro, la que deja venir una alteridad todavía inanticipable y por la cual ningún horizonte de espera parece todavía pronto, dispuesto, disponible.

Sin embargo, es necesario prepararse para tal cosa, pues para dejar venir al que es completamente otro, la pasividad, una cierta especie de pasividad resignada por la cual todo vuelve a lo mismo, no es admisible. Dejar venir al otro, no es la inercia pronta a cualquier cosa. Sin duda la venida del otro, si debe permanecer incalculable y de cierta forma aleatoria (nos encontramos con el otro en el encuentro), se sustrae a toda programación. Pero esta aleatoria del otro debe ser heterogénea a lo aleatorio integrable en un cálculo, como a esta forma de indecidible con la cual se miden las teorías de los sistemas formales. Más allá de todo estatuto posible, esta invención del completamente otro, la llamo aún invención porque nos preparamos para ello, hacemos ese paso destinado a dejar venir, invenir al otro. La invención del otro, venida del otro, no se constituye ciertamente como un genitivo subjetivo, pero tampoco como un genitivo objetivo, incluso si la invención viene del otro, pues este no es ni sujeto ni objeto, ni un yo, ni una conciencia ni un inconsciente. Prepararse a esta venida del otro es lo que llamo la desconstrucción que desconstruye este doble genitivo y que vuelve ella misma, como invención desconstructiva, al paso del otro. Inventar, sería entonces “saber” decir “ven” y responder al “ven” del otro. Sucede alguna vez?. De este evento no estamos nunca seguros.

Pero me estoy anticipando demasiado rápido.

Partamos nuevamente de los Nuevos Ensayos sobre el entendimiento. Desde la integración de la suerte bajo la autoridad del Principio de la Razón hasta la política moderna de la invención, la homogeneidad permanece profunda, ya se trate de búsqueda tecno científica civil o militar (y cómo distinguir hoy entre las dos?), ya se trate de programaciones estatales o no, de las ciencias o de las artes y todas estas distinciones hoy se borran. Esta homogeneidad, es la homogeneidad misma, la ley del mismo, la potencia asimiladora que neutraliza la novedad tanto como el azar. Esta potencia está en la obra incluso antes que la integración de la otra aleatoria, de la otra suerte, sea efectiva, alcanza solamente con que sea posible, proyectada, significante. Alcanza con que ella adquiera sentido sobre el fondo de un horizonte económico (ley doméstica del oikos y reino de la productividad o de la rentabilidad). La economía política de la invención moderna, la que regula o domina su estatuto actual, pertenece a la reciente tradición de lo que Leibniz llamaba en su tiempo “una nueva especie de lógica”:



“...sería necesario una nueva especie de lógica, que tratara de los grados de probabilidad, puesto que Aristóteles en sus tópicos no ha hecho nada menos que eso Y se ha contentado con poner en cierto tipo de orden ciertas reglas populares, distribuidas según los lugares comunes, que pueden servir en algunas ocasiones donde se trate de amplificar el discurso y de darle apariencia, sin preocuparnos de darnos un balance necesario para pesar las apariencias y para formar ahí un juicio sólido. Sería bueno que eso que quería tratar de esta materia, continuara el examen de los juegos de azar; y generalmente yo desearía que un hábil matemático quisiese hacer una amplia obra circunstancial y bien razonada sobre toda clase de juegos, lo que sería de gran uso para perfeccionar el arte de inventar humano, apareciendo mejor en los juegos que en las materias más serias” (IV, XVI).


Estos juegos son juegos de espejos: el espíritu humano allí “aparece” mejor que en otra parte, tal es el argumento de Leibniz. Este juego tiene aquí el lugar de una psyché que volvería a enviar a la inventiva del hombre la mejor imagen de su verdad. Como a través de una fábula con imágenes, el juego dice o revela una verdad. No contradice el principio de racionalidad programática o del ars inveniendi como puesta en obra del principio de razón, pero ilustra la “nueva especie de lógica” la que integra el cálculo de probabilidades.

Una de las paradojas de este nuevo ars inveniendi, es que una vez que libera la imaginación, libera de la imaginación. Pasa la imaginación y pasa por ella. Tal vez sea el caso de la característica universal que no provee aquí un ejemplo entre otros. Ella

“ahorra el espíritu y la imaginación, de los que es necesario sobre todo cuidar el uso. Es el fin principal de esta gran ciencia que me he acostumbrado a llamar Característica, y la que acostumbramos a llamar Álgebra, o Análisis, no es más que una pequeña rama: puesto que es la que da las palabras al lenguaje, las letras a las palabras, las cifras a la Aritmética, las notas a la Música; es la que nos enseña el secreto de fijar el razonamiento, y de obligarlo a dejar como huellas visibles sobre el papel en pequeño volumen, para ser examinado con tiempo: es en fin la que nos hace razonar con pocos gastos, poniendo caracteres en lugar de cosas, para desembarazar la imaginación.” (Opúsculos y fragmentos inéditos, ed. Couturat, p. 98-9)

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