sábado, 11 de março de 2017

El Placer del Texto (fragmento)


El Placer del Texto (Roland Barthes)

Sin embargo el relato más clásico (una novela de Zola, de Balzac, de Dickens, de Tolstoy) lleva en sí una especie de tmesis debilitada: no lo leemos enteramente con la misma intensidad de lectura, se establece un ritmo audaz poco respetuoso de la integridad del texto; la avidez misma del conocimiento nos arrastra a sobrevolar o a encabalgar ciertos pasajes (presentados como "aburridos") para reencontrar lo más rápido posible los lugares quemantes de la anécdota (que son siempre sus articulaciones: lo que hace avanzar el develamiento del enigma o del destino): saltamos impunemente (nadie nos ve) las descripciones, las explicaciones, las consideraciones, las conversaciones; nos parecemos a un espectador de cabaret que subiendo al escenario apresurara el strip–tease de la bailarina quitándole rápidamente sus vestidos pero siguiendo el orden establecido, es decir: respetando por un lado y precipitando por el otro los episodios del rito (como un sacerdote que tragase su misa). La tmesis, fuente o figura del placer, enfrenta aquí dos límites prosaicos: opone aquello que es útil para el conocimiento del secreto y aquello que no lo es; es una fisura producida por un simple principio de funcionalidad, no se produce en la estructura misma del lenguaje sino solamente en el momento de su consumo; el autor no puede preverla: no puede querer escribir lo que no se leerá. Y sin embargo es el ritmo de lo que se lee y de lo que no se lee aquello que construye el placer de los grandes relatos: ¿se ha leído alguna vez a Proust, Balzac o La guerra y la paz palabra por palabra? (El encanto de Proust: de una lectura a otra no se saltan los mismos pasajes.)



Lo que me gusta en un relato no es directamente su contenido ni su estructura sino más bien las rasgaduras que le impongo a su bella envoltura: corro, salto, levanto la cabeza y vuelvo a sumergirme. Nada que ver con el profundo desgarramiento que el texto de goce imprime al lenguaje mismo y no a la simple temporalidad de su lectura.

Por lo tanto hay dos regímenes de lectura: una va directamente a las articulaciones de la anécdota, considera la extensión del texto, ignora los juegos del lenguaje (si leo a Julio Verne voy rápido: pierdo el discurso, y sin embargo mi lectura no está fascinada por ninguna pérdida verbal, en el sentido que esta palabra puede tener en espeleología); la otra lectura no deja nada: pesa el texto y ligada a él lee, si así puede decirse, con aplicación v ardientemente, atrapa en cada punto del texto el asíndeton que corta los lenguajes, y no la anécdota: no es la extensión (lógica) que la cautiva, el deshojamiento de las verdades sino la superposición de los niveles de la significancia; como en el juego de la mano caliente la excitación no proviene de un apuro por pleitear sino de una especie de estrépito vertical (la verticalidad del lenguaje y de su destrucción); es en el momento en que cada mano (diferente) salta sobre la otra (y no una después de la otra) cuando se produce el agujero y arrastra al sujeto del juego –el sujeto del texto. Pero paradójicamente (en tanto la opinión cree que es suficiente con ir rápido para no aburrirse) esta segunda lectura aplicada (en sentido propio), es la que conviene al texto moderno, al texto–límite.' Leed lentamente, leed todo de una novela de Zola y el libro se caerá de vuestras manos; leed rápido, por citas, un texto moderno y ese texto se vuelve opaco, forcluido 5 a vuestro placer: usted quiere que ocurra algo pero no ocurre nada pues lo que le sucede al lenguaje no le sucede al discurso: lo que "ocurre", aquello que "se va", la fisura de los dos bordes, el intersticio del goce, se produce en el volumen de los lenguajes, en la enunciación y no en la continuación de los enunciados: no devorar, no tragar sino masticar, desmenuzar minuciosamente; para leer a ·los5 autores de hoyes necesario reencontrar el ocio de las antiguas lecturas: ser lectores aristocráticos.


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Si acepto juzgar un texto según el placer no puedo permitirme decir: este es bueno, este otro es malo. Son imposibles entonces los premios, la crítica, pues ésta implica siempre un punto de vista táctico, un uso social y a menudo una garantía imaginaria. No puedo dosificar, imaginar que el texto sea perfectible,

dispuesto a entrar en un juego de predicados normativos: es demasiado esto, no es suficientemente esto otro; el texto (ocurre lo mismo con la voz que canta) no puede arrancarme sino un juicio no adjetivo: ¡es esto! Y todavía más: ¡es esto para mi! Este para mi no es subjetivo ni existencial sino nietszcheano ("... en el fondo es siempre la misma cuestión: ¿ Que significa esto para mí…?)



El brio del texto (sin el cual en suma no hay texto) sería su voluntad de goce: allí mismo donde excede la demanda, sobrepasa el murmullo y trata de desbordar, de forzar la liberación de los adjetivos –que son las puertas del lenguaje por donde lo ideológico y lo imaginario penetran en grandes oleadas.


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Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctica confortable de la lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la consistencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje.

Aquel que mantiene los dos textos en su campo y en su mano las riendas del placer y del goce es un sujeto anacrónico pues participa al mismo tiempo y contradictoriamente en el hedonismo profundo de toda cultura (que penetra en él apaciblemente bajo la forma de un arte de vivir del que forman parte los libros antiguos) y en la destrucción de esa cultura: goza simultáneamente de la consistencia de su yo (es su placer) y de la búsqueda de su pérdida (es su goce). Es un sujeto dos veces escindido, dos veces perverso.


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Sociedad de Amigos del Texto: sus miembros no tendrían en común (pues no hay forzosamente acuerdo sobre los textos de placer), más que sus enemigos: inoportunos de toda especie que decretan la forclusión del texto y de su placer, sea por conformismo cultural, por racionalismo intransigente (sospechando una "mística" de la literatura), sea por moralismo político, sea por crítica del significante, sea por pragmatismo imbécil, sea por frivolidad burlona, sea por destrucción del discurso, pérdida del deseo verbal. Tal sociedad no tendría ubicación, no podría moverse más que en plena atopía; sin embargo sería una especie de falansterio pues en él serían reconocidas las contradicciones (y por lo tanto se restringirían los riesgos de impostura ideológica), la diferencia observada y el conflicto quedaría marcado de insignificancia (siendo improductor de placer) .



"Que la diferencia se deslice subrepticiamente hacia el lugar del conflicto." La diferencia no es lo que oculta o edulcora el conflicto: se conquista sobre el conflicto, está más allá y a su lado. El conflicto no sería otra cosa que el estado moral de la diferencia; cada vez (y esto se vuelve frecuente) que no es táctico (encarando transformar una situación real) se puede señalar en él la frustración del goce, el fracaso de una perversión que se aplasta bajo su propio código y no sabe ya inventarse: el conflicto siempre está codificado, la agresión es el más gastado de los lenguajes. Cuando rechazo la violencia rechazo el código que la impone (en el texto de Sade, fuera de todo código puesto que inventa continuamente el suyo propio y único, no hay conflictos: sólo triunfos). Gusto el texto porque es para mí ese espacio raro del lenguaje en el que toda "escena" (en el sentido doméstico, conyugal del término) toda logomaquia está ausente. El texto no es nunca un "diálogo": ningún riesgo de simulación, de agresión, de chantaje, ninguna rivalidad de idiolectos; el texto instituye en el seno de la relación humana –corriente–una especie de islote, manifiesta la naturaleza asocial del placer (sólo el ocio es social), hace entrever la verdad escandalosa del goce: que aboliendo todo imaginario verbal pueda ser neutro.


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Sobre la escena del texto no hay rampa: no hay detrás del texto alguien activo (el escritor), ni delante alguien pasivo (el lector); no hay un sujeto y un objeto. El texto perime las actitudes gramaticales: es el ojo indiferenciado del que habla un autor excesivo (Angelus Silesius): "El ojo por el que veo a Dios es el mismo ojo por el que Dios me ve."



Parece que los eruditos árabes hablando del texto emplean esta expresión admirable: el cuerpo cierto. ¿Qué cuerpo? puesto que tenemos varios: el cuerpo de los anatomistas y de los fisiólogos, el que ve o del que habla la ciencia: es el texto de los gramáticos, de los críticos, de los comentadores, de los filólogos (es el feno–texto). Pero también tenemos un cuerpo de goce hecho únicamente de relaciones eróticas sin ninguna relación con el primero: es otra división, otra denominación.

Con el texto ocurre lo mismo: no es más que la lista abierta de los fuegos del lenguaje (fuegos vivientes, luces intermitentes, rasgos ubicuos dispuestos en el texto como semillas y que para nosotros reemplazan ventajosamente los "semina aeternitatis", los "zopyra", las nociones comunes, las asunciones fundamentales de la antigua filosofía). El texto tiene una forma humana: ¿es una figura, un anagrama del cuerpo? Sí, pero de nuestro cuerpo erótico. El placer del texto sería irreductible a su funcionamiento gramatical (feno–textual) como el placer del cuerpo es irreductible a la necesidad fisiológica.

El placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas –pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo.


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Roland Barthes

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