Todavía existe demasiado
heroísmo en nuestros lenguajes; en los mejores –pienso en el de Bataille–,
exaltación de ciertas expresiones y finalmente una especie de heroísmo
insidioso. Por el contrario, el placer del texto (el goce del texto) es corno
una eliminación brusca del valor guerrero, una escamación . pasajera de los
arrestos del escritor, una detención del "corazón" (del coraje).
¿Cómo un texto que es del
orden del lenguaje puede ser fuera de los lenguajes? ¿Cómo exteriorizar (sacar
al exterior) las hablas del mundo sin refugiarse en una última habla a partir
de la cual las otras serían simplemente comunicadas, recitadas? En el momento
en que nombro soy nombrado: capturado en la rivalidad de los nombres. ¿Cómo el
texto puede "salir" de la guerra de las ficciones, de los
sociolectos? Por un trabajo progresivo de extenuación. En primer lugar el texto
liquida todo meta–lenguaje y es por esto que es texto: ninguna voz (Ciencia,
Causa, Institución) está detrás de lo que él dice. Seguidamente, el texto destruye
hasta el fin, hasta la contradicción, su propia categoría discursiva, su
referencia socio–lingüística (su "género"): es "lo cómico que no
hace reír", la ironía que no sujeta, el júbilo sin alma, sin mística
(Sarduy), la cita sin comillas. Por último, el texto puede, si lo desea, atacar
las estructuras canónicas de la lengua misma (Sollers): el léxico (exuberantes
neologismos, palabras–multiplicadoras, transliteraciones), la sintaxis (no más
célula lógica ni frase). Se trata, por trasmutación (y no solamente por
transformación), de hacer aparecer un nuevo estado filosofal de la materia del
lenguaje; este estado insólito, este metal incandescente fuera del origen y de
la comunicación es entonces parte del lenguaje y no un lenguaje, aunque fuese
excéntrico, doblado, ironizado.
El placer del texto no
tiene acepción ideológica. Sin embargo: esta impertinencia no aparece por
liberalismo sino por perversión: el texto. su lectura, están escindidos. Lo que
está desbordado, quebrado, es la unidad moral que la sociedad exige de todo
producto humano. Leemos un texto (de placer) como una mosca vuela en el volumen
de una pieza, por vueltas bruscas, falsamente de finitivas, apresuradas e
inútiles: la ideología pasa sobre el texto y su lectura como el enrojecimiento
sobre un rostro (en el amor algunos gustan eróticamente este rubor); todo
escritor de placer tiene esos rubores imbéciles (Balzac, Zola, Flaubert,
Proust: salvo tal vez Mallarmé, dueño de sí mismo) : en el texto de placer las
fuerzas contrarias no están en estado de represión sino en devenir: nada es
verdaderamente antagonista, todo es plural. Atravieso sutilmente la noche
reaccionaria. Por ejemplo, en Fecundidad de Zola la ideología es flagrante,
particularmente naturalismo, familiarismo, colonialismo; eso no impide que
continúe leyendo el libro. Es posible encontrar asombrosa la habilidad
económica con la que el sujeto se escinde, dividiendo la lectura, resistiendo
al contagio del juicio, a la metonimia de la satisfacción: ¿será que el placer
vuelve objetivo?
Algunos quieren un texto
(un arte, una pintura) sin sombra, separado de la "ideología
dominante", pero es querer un texto sin fecundidad, sin productividad, un
texto estéril (ved el mito de la Mujer sin Sombra). El texto tiene necesidad de
su sombra: esta sombra es un poco de ideología, un poco de representación, un
poco de sujeto: espectros, trazos, rastros, nubes necesarias: la subversión
debe producir su propio claroscuro.
Roland Barthes
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