Evidentemente sobre todo
(es allí donde el límite será más nítido) bajo la forma de una materialidad
pura: la lengua, su léxico, su métrica, su prosodia. En Leyes, de Philippe
Sollers, todo está atacado, desconstruido : los edificios ideológicos, las
solidaridades intelectuales, la separación de los idiomas e incluso la sagrada
armazón de la sintaxis (sujeto/predicado): el texto ya no toma por modelo a la
frase, a menudo es un poderoso chorro de palabras, una cinta de infralenguaje.
Sin embargo todo esto viene a chocar con otro límite: el del metro
(decasilábico), de la asonancia, de los neologismos verosímiles, de los ritmos
prosódicos, de los trivialismos (por citas). La desconstrucción de la lengua
está cortada por el decir político, limitada por la antigua cultura del
significante.
En Cobra, de Severo
Sarduy (traducida por Sollers y por el autor), (3) la alternancia es la de dos
placeres en estado de competencia; el otro límite es la otra felicidad: ¡más y
más todavía!, otra palabra más, otra fiesta más. La lengua se reconstruye en
otra parte por el flujo apresurado de todos los placeres del lenguaje. ¿En qué
otra parte? En el paraíso de las palabras. Es verdaderamente un texto
paradisíaco, utópico (sin lugar), una heterología por plenitud: todos los
significantes están allí pero ninguno alcanza su finalidad; el autor (el
lector) parece decirles: os amo a todos (palabras, giros, frases, adjetivos,
rupturas, todos mezclados: los signos y los espejismos de los objetos que ellos
representan); una especie de franciscanismo convoca a todas las palabras a
hacerse presentes, darse prisa y volver a irse inmediatamente: texto jaspeado,
coloreado; estamos colmados por el lenguaje como niños a quienes nada sería
negado, reprochado, o peor todavía, "permitido". Es la apuesta de un
júbilo continuo, el momento en que por su exceso el placer verbal sofoca y
balancea en el goce.
El Placer del Texto
Roland Barthes
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